Capitulo1-
Provincia de Ucrania, Rusia, 1836
Constantin Rubliov, de pie ante la ventana de su sala, con
las manos cruzadas tras la espalda, observaba la nube de polvo que se
aproximaba lentamente a lo lejos. La ventana, situada en el frente de la casa,
daba al camino que serpenteaba más allá de su finca rural y conducía al río
Dniéper, al este. En días luminosos, desde el primer piso se llegaba a ver el
río. Por la ventana de la sala, el camino hacia el oeste era visible hasta
donde llegaba la vista, y por allí se aproximaba la nube de polvo.
Si él no hubiera sabido nada sobre la carrera de caballos
organizada para ese día, se habría enterado al ver la multitud que se agolpaba
a ambos lados del camino, casi delante de su casa. A sus cosacos, les gustaban
las carreras tanto como el combate. Eran un pueblo recio, volátil, muy animoso;
estaban siempre riendo, cantando o peleando... y eran ferozmente leales.
No eran exactamente suyos, aunque llevaban tanto tiempo
asociados con su familia que esa era la mutua sensación. Pero ‘cosaco’
significa ‘guerrero libre’, y estos lo eran. Desde que su tatarabuelo les dio
permiso para instalarse en sus tierras y educar en paz a sus familias,
trabajaban para los Rubliovs en lo que se les pidiera. Hacían los trabajos
domésticos de la casa, criaban sus caballos y custodiaban a la familia cuando
salía de viaje.
El asentamiento iniciado tantos años atrás era ahora una
próspera ciudad, que se levantaba al oeste de la finca, a una distancia de
cuatrocientos metros. Los Razin, que siempre habían proporcionado líderes a la
comunidad, además de constituir sus tres cuartas partes con las múltiples ramas
de la familia, eran ya tan prósperos como los Rubliov.
Con ayuda de ellos, Constantin proveía de caballos al
ejército del zar y de purasangres a los aristócratas que podían pagarlos. Sus
cosechas de remolacha azucarera colmaban los mercados de Kiev y las poblaciones
ribereñas del Dniéper; su trigo conseguía buenos precios en la costa del Mar
Negro. Desde que se encargaba activamente de los caballos y los sembrados, su
fortuna crecía de año en año. Diez años antes, al morir su esposa, no vivía
ausente de sus tierras, como la mayoría de los nobles rusos; sólo su hermana
continuaba utilizando la casa de Moscú y el palacio que los Rubliov poseían en
San Petersburgo.
–Esto no te va a gustar, querido.
Constantin no desvió la vista hacia la mujer que acababa de
hablar. Anna Veriovka estaba a pocos metros de distancia, en la ventana vecina,
observando la misma escena. Anna era una de esas raras mujeres que parecen no
envejecer jamás. Quien viera su pelo castaño oscuro, siempre perfectamente
peinado, sus ojos brunos y la fina estructura ósea que haría de ella una
belleza eterna, no podría adivinar que tenía ya treinta y cinco años cumplidos.
En ese momento fue su tono, antes que sus palabras, lo que
indujo a Constantin a apoyar las manos en el alféizar de la ventana para
observar con más atención a los caballos de carrera.
En el fondo sabía lo que iba a ver.
No sería la primera vez ni la última, lamentablemente. Pero
por un momento sólo vio esa nube de polvo, que ya casi llegaba a la casa, y en
su centro la vaga silueta de seis purasangres apiñados en el estrecho camino.
Gorros de piel, largos abrigos al viento, esbeltas patas que se estiraban hacia
la línea de llegada, en la aldea cercana, y el gran galgo blanco que corría a
la vera del camino, instando a los caballos con sus ladridos a dar un poco más
de velocidad. Y dónde quiera que estaba ese perro...
–Ganará Alex–dijo Anna, con voz jactanciosa.
–Por supuesto que ganará Alex–gruñó Constantin, contemplando
al primero de los jinetes que se alzaba en la silla poco a poco y, por fin, arrojaba
al aire su gorro de piel, riendo junto con los otros. Con los ojos muy
apretados, agregó–Esa muchacha gana siempre. Pero me gustaría que no la
llamaras así. No haces sino fomentarle ese comportamiento de marimacho.
Su amante de tantos años se limitó a chasquear la lengua,
pero después de algunos segundos, él sintió los pechos que se apretaban a la
espalda y los brazos que le rodeaban la cintura.
–Ya puedes mirar, querido. No se ha desnucado.
–Gracias a Dios–susurró él. Y de inmediato llegó el enfado,
pues el miedo que acababa de pasar no era menos grave que de costumbre–. Esta
vez le daré una paliza, lo juro.
Anna rió entre dientes.
–Eso dices siempre, pero nunca lo haces. Además, los
muchachos Razin no te lo permitirían.
–Pues pediré al padre que lo haga. Ermak hace todo lo que le
pido.
–Salvo tocar un pelo a esa dulce criatura. Adora a Alex
tanto como tú.
Constantin se volvió con un suspiro, para participar él
mismo del abrazo.
–Anna, amor mío, esa dulce criatura ya tiene veinticinco
años; es demasiado grande para esas tonterías. Lo sabes tan bien como yo:
debería estar casada y criando a sus bebés. Sus dos hermanas no han tenido
ninguna dificultad en ese aspecto. Lidia me ha dado cinco nietas. Elizaveta
tuvo tres antes de quedar viuda. ¿Por qué me cuesta tanto casar a la menor de
mis hijas?
Anna consideró más prudente no mencionar la escandalosa
franqueza de Alexandra, por la que el zar Nicolás la había expulsado de San
Petersburgo, sin hacer oficial la medida. Si mencionaba el asunto se echaría a
reír, como le sucedía siempre que recordaba el episodio de la cena de los
Romanovsky, cuando la princesa Olga se lamentó, ante los veinte invitados más
próximos, que en esa temporada estaba engordando por mucho que se esforzara en
evitarlo. Alexandra, al oírla, había sugerido con toda sinceridad y ánimo de
ayudar: ‘Caramba, señora, podría adelgazar uno o dos kilos con sólo dejar de
comer rollos de crema a dos carrillos’.
Puesto que eso era lo que la princesa estaba haciendo en ese
mismo instante, se explica que muchos de los invitados comenzaran súbitamente a
toser dentro de las servilletas o a buscar algo supuestamente caído bajo la
mesa, con el solo fin de disimular las risitas.
Anna, que estaba presente como señorita de compañía de
Alexandra, también pensó que eso era divertido. Olga Romanovsky, no. Al día
siguiente llevó su queja directamente a los oídos reales, probablemente
pidiendo la ejecución inmediata. Alexandra podía considerarse afortunada,
puesto que el zar se había limitado a sugerir a Constantin, con toda cortesía,
que enviara a su hija nuevamente a la finca, donde su lengua caprichosa no
pudiera ofender sino a los campesinos.
Por desgracia, ese error no le sirvió de lección. Tampoco
refrenó su franqueza en Moscú, durante la temporada siguiente, ni más adelante
en Kharkov, mucho menos en Kiev, que estaba más próxima al hogar. Sin ayuda de
nadie había logrado convertirse en una paria social. Y Anna sospechó más de una
vez que no lo había hecho por pura ignorancia ni por casualidad. Después de
todo, era una muchacha muy inteligente y, tras aquélla primera y desastrosa
temporada en San Petersburgo, había confesado estar enamorada del Honorable
Christopher Leighton, a quien había conocido allí y con quien estaba decidida a
casarse, con exclusión de cualquier otro. Para esperar al holgazán inglés, lo
mejor era asegurarse de que, mientras tanto, ningún otro joven pidiera su mano.
Y eso fue lo que ocurrió, fuera con la intención de Alexandra o sin ella.
En cuanto a la pregunta de Constantin, Anna decidió mencionar
al hombre que había robado el corazón de si hija, tantos años atrás.
–¿Te parece que pueda estar todavía esperando por ese
diplomático inglés?
Él resopló:
–¿Después de siete años? No seas absurda.
–Pero él abandonó el país hace sólo tres años–señaló ella.
–Y Alexandra no ha vuelto a mencionar su nombre, desde que
le prohibí seguirlo a Inglaterra, en esa ocasión.
–¿No fue entonces cuando te dijo que no se casaría jamás con
nadie?
Constantin enrojeció al recordar la disputa sostenida con su
encantadora hija; había sido una de las peores.
–No lo dijo en serio. Estaba enfadada.
Anna enarcó una ceja.
–¿A quién quieres convencer? ¿A mí o a ti mismo? Por si no
lo has notado, Alex ignora a todos los jóvenes que traes a casa para
presentarle; además, en los últimos tres años no ha viajado más allá de Kiev, y
eso sólo para hacer algunas compras. Aun en esa ocasión, puso una excusa tras
otra para mantenerse encerrada en las habitaciones del hotel.
En realidad, para Constantin era un alivio escuchar sus
propias sospechas expresadas por la voz de Anna; eso le calmaba los
remordimientos con que estaba viviendo desde hacía una semana. Era cierto que
las excusas de Alexandra eran siempre lógicas y parecían sinceras, pero no
dejaban de ser excusas. Y la semana anterior, cuando ella ofreció una de tantas
para negarse a acompañarlo a Vasilkov, en un viaje de visita a su hermana y sus
sobrinas, él había llegado a las mismas conclusiones que acababa de exponer
Anna. Lo deprimió pensar que su hija menor malgastaba su vida sufriendo por ese
maldito extranjero. Por desgracia, también pescó una buena borrachera e hizo
algo de lo que no habría sido capaz estando sobrio.
Anna sintió el cambio en su corpachón, que ya no se relajaba
contra ella; vio el rubor que le subía a las mejillas y notó que sus ojos, de
un intenso azul de medianoche, rehusaban mirarla. Anna lo conocía muy a fondo.
Ambos habían enviudado en el curso de un año y continuaron con la íntima
amistad que unía a los dos matrimonios. Desde hacía ocho años la intimidad era
aún mayor. Ella lo amaba profundamente, aunque no quisiera renunciar a su
independencia para casarse con él. Tampoco era necesario, pues vivía en la casa
de los Rubliov como ama de llaves, anfitriona y acompañante de la hija menor
cuando era necesario, cosa que últimamente sucedía muy rara vez.
En ese momento él parecía chorrear vergüenza. Anna lo
interpeló con tanta audacia como si fuera la misma Alexandra:
–Constantin Rubliov, ¿qué has hecho?
Él escapó de su abrazo sin responder y fue directamente al
armario de caoba, donde se guardaban muchas botellas de cristal, siempre llenas
de sus bebidas favoritas. Llenó a rebosar de vodka uno de los vasos más grandes
y se lo llevó inmediatamente a los labios.
–¿Tan malo es?– Preguntó ella suavemente, acercándose. Ante
su gesto afirmativo, casi imperceptible, agregó–: Convendría que me sirvieras
uno de esos.
–No–replicó él. Bajó el vaso, pero lo mantuvo cubierto con
la mano: había desaparecido la mitad del contenido–. Podrías arrojarme el vodka
a la cara, el vaso contra la cabeza y luego perseguirme con la botella.
Aunque los Rubliov fueran propensos a ese tipo de reacciones
tempestuosas, no era el caso de Anna. Pero ya estaba decididamente preocupada.
–Cuéntame.
Él seguía sin mirarla.
–He conseguido esposo para Alexandra.
Eso la tomó por sorpresa, pues no era ninguna novedad que
Constantin lo intentaba desde hacía siete años. ¿A qué se debía, pues, la
vergüenza que estaba mostrando?
–¿Un esposo?–Repitió con cautela–. Pero Alex se limitará a
rechazarlo, como lo ha hecho cada vez que le has sugerido a alguien.–Él sacudió
lentamente la cabeza–. ¿Qué no puede rechazarlo? ¿Cómo...?–Pero se echó a reír
sin terminar la pregunta–. ¡No me digas que, a estas alturas, todavía crees
poder insistir! Caramba, querido, bien sabes que no sirve de nada hablar con
esta hija tuya. Es más terca que tú, por si no te has dado cuenta. Harías volar
el techo con tus gritos y acabarías cediendo, como siempre.
Él volvió a menear la cabeza, con más cara de angustia que
nunca. Seguía muy enrojecido y sin mirarla a los ojos. Obviamente, se ahogaba
en remordimientos.
Ya con miedo, ella repitió la pregunta: –¿Qué has hecho,
hombre?
Él bajó tanto la cabeza que su respuesta fue apenas audible:
–He dejado a mi hija sin alternativa.
Anna descartó la posibilidad con un gesto de la mano.
–Siempre hay alternativas.
–No, porque he involucrado el honor de la familia, lo único
que ella no puede pasar por alto. Cuanto menos, ella creerá que está
involucrado.
–¡Qué quieres decir!
–Que he sacrificado mi propia honra, mi integridad, mis
principios, la ética, la honestidad...
–¿Qué has hecho por Dios?
Anna nunca levantaba la voz. Era el epítome de la elegancia
y la discreción. Aun enfadada expresaba sus argumentos en voz baja, haciendo
que su antagonista se sintiera como un ogro. Al oírla gritar, Constantin
levantó los ojos hacia ella, no con sorpresa, sino con miedo. Bien podía
perderla cuando le explicara lo bajo que había caído, por su deseo de dar a su
hija menor la misma felicidad y el contento que habían encontrado sus hermanas.
Se lo veía tan desgraciado, tan absolutamente angustiado por la culpa, que Anna
lanzó una pequeña exclamación y le rodeo el cuello con los brazos.
–No puede ser tan terrible–le susurró al oído, hazaña nada
fácil, puesto que él la sobrepasaba en treinta centímetros–. Dímelo.
–He arreglado un compromiso.
–¿Un compromiso?–La respuesta no parecía justificar su
actitud, a tal punto que Anna se relajó contra él, echándose un poco hacia
atrás para verle la cara–Gracias a Dios–dijo, sinceramente–. Empezaba a temer
que hubieras matado a alguien.
La expresión de Rubliov no cambió; aún era de angustia,
aunque por fin la miraba.
–Creo que, si hubiera matado a alguien, no me sentiría
peor–admitió.
Ella dilató los ojos. En ese momento habría podido abofetearlo,
algo que nunca en su vida se le hubiera pasado por la mente.
–¡Por Dios, Constantin, dímelo todo de una vez, si no
quieres volverme loca!
Él hizo una mueca de dolor, porque Anna volvía a gritar. Los
gritos de Alexandra eran soportables; en cierto modo los esperaba y siempre
podía contestar con igual fervor. Pero de su pequeña Anna no podía resistirlos.
Sin embargo, los merecía, y también su desprecio. Por fin dijo: –Envié una
carta a la condesa María Petroff.
El nombre puso una arruga pensativa en la frente de Anna.
–¿Por qué ese nombre me suena familiar?
–Porque muchas veces me has oído hablar de Simeón Petroff.
–Ah, ese gran amigo tuyo que murió... ¿cuánto hace? ¿Trece o
catorce años?
–Catorce.
Como él no dijo más, Anna volvió a fruncir el entrecejo,
esta vez con fastidio. Por lo visto, tendría que arrancarle los hechos uno a
uno.
–María debe de ser la esposa de Simeón; mejor dicho, su
viuda. ¿Qué tiene que ver ella con el compromiso de Alex? ¿Y cuándo lo hiciste?
–La semana pasada.
Como su exasperación iba en aumento, ella habría querido que
Constantin no limitara tanto sus respuestas.
–¡Pero si la semana pasada estuviste aquí!–Señaló–. Y
tampoco tuvimos visitas.
–El compromiso es con el hijo de Simeón. Escribí a María
para recordárselo y le sugerí que era sobradamente tiempo de que su hijo
viniera por su novia... aunque no con esas palabras. Fui muy diplomático. Pero
la esencia es la misma.
Anna estaba más que estupefacta. Nunca había oído una
palabra de ese acuerdo.
–¿Por qué nunca mencionaste ese compromiso? Supongo que ha
de ser muy antiguo, por lo menos, anterior a la muerte de Simeón. ¿Y por qué te
has pasado todos estos años paseando buenos partidos ante las narices de Alex,
con la esperanza de que alguno le interesara, si ya estaba prometida a ese...
cardiniano, sería?
Una vez más, él respondió sólo a la última pregunta: –Sí.
Ella le ofreció una sonrisa.
–¿Y a qué viene esa cara larga, querido, si ese enlace debe
encantarte?–Luego hizo una pausa para sacar sus propias conclusiones–. No me
digas que lo tuviste en el olvido hasta la semana pasada.
–No, no fue un olvido.–Constantin bebió el resto del vaso y
se sirvió un poco más de vodka antes de agregar–: Nunca existió.
Anna ahogó una exclamación.
–¿Qué estás diciendo?
Él volvió a rehuirle la mirada. Tuvo que beber otro poco
para explicar: –Lo que escribí a la condesa era casi todo mentira, con unas
pocas verdades intercaladas. En realidad, cuando nació Alexandra, Simeón y yo
hablamos de casar a nuestros hijos. Esa parte es cierta. Lo analizamos extensamente,
porque a ambos nos parecía una idea estupenda. Pero nunca lo oficializamos. Al
fin y al cabo, teníamos tiempo de sobra: Alexandra aún no había cumplido el año
de edad y el chico de Simeón sólo tenía seis. Bueno... ahora ya sabes lo que he
hecho.
Anna dejo escapar un suspiro. Las cosas no eran tan graves
como había pensado; se podían corregir despachando inmediatamente otra carta.
Sólo para estar segura de haberlo entendido
Todo, dijo: –Has reclamado un compromiso que nunca se
estableció, aprovechando que tu amigo a muerto y ya no puede contradecirte.
¿Por eso has tardado tanto en decírmelo?
–Cuando lo hice estaba borracho. Fue la noche en que te
quedaste en la aldea para ayudar a esa parturienta. Cuando se me ocurrió
parecía la solución perfecta para Alexandra. En realidad, no tengo la menor
duda de que, si Simeón no hubiera muerto, habríamos casado a nuestros hijos
siete años atrás
–Eso es posible, pero no fue así. Y de nada sirve
lamentarse. Debes escribir inmediatamente a la condesa Petroff para decirle la
verdad, antes de que envíe a su hijo hacia aquí.
–No.
–¿Cómo que no?
–Sigue siendo la solución perfecta.
Anna lo miró con ojos entrecerrados.
–Por eso te sientes culpable. No tienes ninguna intención de
rectificar lo que has hecho.
–Tendré que cargar con esa cruz–dijo Constantin, con la
terquedad inherente a su familia–. Pero piensa, Anna. ¿Y si ellos formaran una
pareja ideal? ¿Y si con esta pequeña mentira...?
–¿Pequeña?–Lo interrumpió ella.
–Inofensiva, digamos–insistió él–.Podría servir para unir a
dos jóvenes que, de otro modo, no se conocerían, y quizá se enamoren
profundamente.
Ella movió la cabeza en un gesto negativo.
–No sé si estás soñando o si sólo piensas así para no
sentirte culpable.
–No es imposible...
–¿Tratándose de Alex?
Ese tono escéptico fastidió al padre. Conocía mejor que
nadie los defectos de la muchacha. Los pasó por alto para destacar lo único que
Alexandra tenía a su favor.
–Es hermosa.
–Nadie podría negarlo, querido, pero ¿acaso le ha servido
para tener pretendientes a montones? Bien sabes que ofende más de lo que
encanta. Y los hombres no tienen por costumbre buscar el bochorno. Ya es un
milagro que ese inglés la cortejara como lo hizo en San Petersburgo y que
continúe escribiéndole después de tantos años. Después de todo, los británicos
son muy apegados al decoro.
A él le disgustaba pensar en el extranjero que había robado
el corazón a su hija, sin intenciones de cultivarlo. Mientras el hombre vivió
en Rusia, Constantin pensó seriamente en matarlo de un disparo. Pero ya estaba
fuera de su alcance, gracias a todos los santos.
–Simeón era tan tolerante como yo. Admiraba la franqueza,
despreciaba a los hipócritas y no sabía de esnobismos, desde luego. No es
absurdo pensar que su hijo pueda haber heredado esas cualidades.
–¿No me dijiste una vez que tu amigo era mujeriego?
Tenía que ser Anna la que lo recordara.
–Simeón nunca estuvo muy enamorado de su esposa–explicó él–.
El suyo fue un casamiento arreglado.
Anna lo miró con intención.
–Lo cual es, exactamente, lo que quieres imponer a su
desprevenido hijo: un casamiento arreglado. ¿Cómo puedes esperar que él sea más
fiel que su padre? Y, considerando lo posesiva que es Alex, ella no aceptará
otra cosa que una completa fidelidad.
Constantin se puso carmesí.
–Caramba, Anna, no es lo mismo. Mi esperanza es que estos
chicos se enamoren. Simeón habría sido fiel a su esposa si la hubiera amado
siquiera un poco. No espero menos de su hijo.
–Y ahí está el nudo de la cuestión. Estás cifrando todas tus
esperanzas en una posibilidad, cuando ni siquiera conoces a ese joven. Que
tampoco es tan joven, si tiene seis años más que Alex. Ha de tener treinta y
uno; lo más probable es que ya tenga esposa.
–No se ha casado.
–¿Cómo lo sabes?
–Bohdan pasó por Cardinia después de entregar la potranca
encargada por el duque austríaco. Imaginó que me alegraría tener noticias de
los Petroff.
Ella aceptó el argumento encogiéndose de hombros.
–Bueno, no se ha casado, pero no puedes negar que tiene edad
suficiente para decidir por su cuenta. ¿Por qué tendría que aceptar un
compromiso con una mujer a la que no conoce? ¿Sólo porque su padre pudo haberlo
dispuesto? Ya no es un niño que deba obedecer los mandatos paternos. Y por otra
parte, su padre ha muerto. Otra cosa, ¿no crees que los Petroff se extrañarán de
no haber encontrado una copia de ese contrato entre los papeles de Simeón?
–Es posible, pero yo tengo una copia para presentar al joven
conde, cuando llegue. No pondrá en duda que la firma es de su padre.
–¿La has falsificado?
–No fue difícil, con un poco de práctica. En cuanto a que el
conde y Alex acepten el compromiso... –Constantin hizo una pausa antes de
agregar, casi con tristeza–: Es una cuestión de honor. Aunque yo haya faltado
al mío, ellos se verán obligados a respetarlo.
–¿Y si tu cardiniano no sabe de honor?
–Es hijo de Simeón–objetó Constantin, como si bastara eso
para justificar su confianza.
Anna suspiró. Por lo visto, nada de cuando dijera cambiaría
las cosas. ¡Esa maldita terquedad de los Rubliov! Todos la poseían, pero más
que nadie, el padre... y la hija menor. Una vez que despertaba era
inconmovible. Constantin estaba enfermo de remordimientos por lo que había
hecho, pero se aferraría tenazmente a los motivos de ese acto. Quería que su
hija encontrara la felicidad.
Anna no podía criticarlo por querer lo que todo padre desea
para sus hijos, pero la felicidad se podía definir de cien modos diferentes.
Tras pasar ocho años con ella y oírle rechazar diez veces sus propuestas
matrimoniales, a esas horas debería haber comprendido que el casamiento no era
el objetivo más deseable para todas las mujeres.
Le apoyó una mano suave en el brazo, decidida a hacerle
comprender por lo menos eso.
–Por si no te has dado cuenta, Alex no es exactamente
desdichada. Disfruta con la libertad que le concedes. Le gusta trabajar con los
caballos, cosa que un marido no le permitiría. Aquí tiene amigos. Y a ti te
adora... cuando no está riñendo contigo. Francamente, creo que hasta disfruta
de esas peleas. ¿No se te ha ocurrido pensar que Alex puede no estar hecha para
el matrimonio? La vida de casada podría ahogarla... a menos que encuentre a un
hombre tan poco atento a las convenciones como ella, una verdadera rareza...
–O a alguien que la
ame tanto como para permitirle ciertas libertades–intervino él–, pero que también
sea capaz de negarle esas cosas con las que arriesga el pellejo.
Parecía tan exasperado al decirlo, que Anna estuvo a punto
de reír.
–¿Ese es uno de tus motivos? ¿Crees que un esposo podría
manejar el carácter temerario de tu hija, cuando tú has fallado?
Con eso se ganó una mirada flamígera.
–Tal vez, si la mantiene embarazada.
Eso era indiscutible. La maternidad cambiaría mucho la vida
de Alexandra. Al menos, le impediría cabalgar con tanta energía. Y sabía tratar
a los niños. Aunque nunca mencionaba el tema, probablemente quería tener hijos.
Además, si había estado tan deseosa de casarse con el inglés, no era adversa al
matrimonio.
Anna suspiró. Si no se andaba con cuidado, acabaría
aplaudiendo la idea de Constantin.
–Nos hemos apartado del tema–dijo–. Lo que estás haciendo es
imponer a Alex y al hijo de Simeón un casamiento que ninguno de los dos
esperaba. Lo más probable es que ambos se nieguen, pero tengo la absoluta
certeza de que ella, por lo menos, se opondrá. ¿Y qué pasará si no se gustan?
Si los dos están contra el casamiento, no se conocerán en las condiciones más
auspiciosas. Alex podría terminar por odiarlo, con lo que difícilmente
conseguirá la vida feliz que imaginas para ella.
–Meras suposiciones, Anna.
–Pero más posibles que las tuyas.
–La verdad se verá cuando se conozcan–replicó él,
empecinado.
–¿Y si yo tengo razón?
–Si resulta obvio que no se entienden, los liberaré del
compromiso y daré al conde una compensación por haberse tomado la molestia de
venir.
–Bueno, gracias a Dios no piensas insistir hasta el final.
Él hizo una mueca ante el sarcasmo y contraatacó diciendo:
–En realidad, me siento mucho mejor, ahora que me has presentado todas las
objeciones y he podido desecharlas todas.
Cuando Anna iba a contestar con dureza a ese comentario, la
puerta principal se cerró con violencia. Un momento después, Alexandra apareció
a la entrada de la sala. No reparó en ellos, pues estaba dedicada a sacudirse
el polvo de las mangas con un gorro igualmente empolvado; a sus pies, el suelo
se fue cubriendo con una fina película, que el galgo levantaba en una nube al
sacudir la cola. Un solo mechón de pelo color platino, escapado del moño, le
caía sobre el hombro hasta la cintura.
Parecía un cosaco, un cosaco hombre: pantalones abolsados metidos en las botas altas, un
corselete muy rojo que le ceñía la estrecha cintura, una camisa que había sido
blanca, con un fino bordado azul en la pechera, y un abrigo de anchos faldones
que le llegaba a las rodillas. Era su atuendo habitual para montar o trabajar
con los caballos. Para su familia no era nada nuevo verla tan desaliñada y
sucia.
–Mucho, muchísimo mejor–dijo Constantin, en un susurro que
sólo Anna pudo oír, reiterando lo que había expresado momentos antes–. Por
suerte, el hombre recién casado impone de inmediato sus reglas y se encarga de
que sean obedecidas.
Anna dilató la nariz, haciendo rechinar los dientes. La
presencia de Alexandra le impedía dar a esa aseveración la respuesta que tanto
merecía. Por lo tanto, tomó el segundo vaso de Constantin, en el cual quedaba
vodka suficiente para sus propósitos, y se lo virtió en la cabeza sin la menor
vacilación.
Alexandra, que sólo vio ese gesto y los borboteos de su
padre, se echó a reír, encantada.
–¡Anna! ¿Tú, cediendo a la cólera? ¿No te dije que yo
acabaría siendo una mala influencia en tu vida?
–Muy cierto, querida. Ya sabes dónde se guardan los cántaros
y los estropajos, ¿verdad?
Alexandra, sin dejar de sonreír, echó un vistazo al rastro
de polvo que había dejado en el vestíbulo.
–¿Antes o después de que Bojik y yo nos bañemos?
Imaginando el desastre que el galgo ruso dejaría en la casa
de baños, Anna reconoció: –No creo que importe.
Alexandra encendió una de esas sonrisas que habrían hecho
papilla a cualquier hombre, si hubiera sabido utilizarlas, y marchó hacia la
cocina, con Bojik pisándole los talones, como de costumbre En realidad, aquella
mención del estropajo había sido innecesaria. La muchacha siempre limpiaba lo
que ensuciaban ella o su desmesurada mascota. Aunque hubiera en la casa diez o
doce sirvientes, ella rara vez los empleaba.
–¿Anna?
La palabra sonó con suavidad, aunque era un gruñido... como
si ella pudiera olvidar al hombre, indudablemente furioso, que esperaba a su
espalda, apestando a vodka. Interiormente se horrorizó de lo que acababa de hacer.
Nunca en su vida se había rebajado a semejantes conductas. No estaba en su
temperamento, desde luego.
–¿Quieres que te sirva otro vaso?– Ofreció, sin volverse.
Detrás de ella se oyó un resoplido.
–¿Podré beberlo?
Después de cavilar por un momento, Anna reconoció:
–No lo creo.
Y salió también de la sala.